lunes, junio 17, 2013

Escayola


¡Nunca me liberaré de esto! Ahora soy dos personas:
ésta, completamente blanca, y la antigua, amarilla.
Y la blanca es, sin duda, la más importante.
No necesita alimentos, es, ciertamente, uno de los santos.
Al principio la odiaba, carecía de lógica propia.
Se pasaba los días en la cama conmigo, igual que un cadáver,
y yo me asustaba, pues su forma era idéntica a la mía,



aunque mucho más blanca, e irrompible, y jamás se quejaba.
Era tan fría que me tuvo despierta una semana.
Yo le echaba la culpa de todo, pero ella jamás respondía.
¡Qué ridícula conducta, yo no la entendía! Pero ella
guardaba silencio. Le pegaba, pero no se movía,
pacifista sincera, y entonces entendí  que deseaba mi amor:
comenzó a ser más cálida, y vi entonces sus muchas virtudes.

Sin mí no existiría, por eso se mostraba agradecida.
Yo le daba alma, florecía de ella cual rosa
florece de un jarrón de porcelana barata,
era yo quien brillaba, no ella con su pulcra blancura,
como había pensado al principio. Yo entonces
la protegía un poco y ella estaba encantada, era claro
que su mente de esclava la regía.

Yo aceptaba su culto y a ella le encantaba.
Matinal, me despertaba el reflejo del sol. En su torso
sorprendentemente albo lucía su pulcra
nitidez, y su calma y su dura paciencia:
mimaba mis debilidades como experta enfermera,
poniendo mis huesos en su sitio, para que se curasen.
Y, así, nuestro vínculo se volvió más firme.

Fue dejando su forma, empezó a separárseme.
Yo notaba sus críticas a pesar de mí misma,
como si mis costumbres la ofendiesen de alguna manera.
Dejaba pasar las corrientes volviéndose distraída y lejana.
Y la piel me escocía y se me iba pedazo a pedazo
sólo porque ella me cuidaba con tanto desvío.
Vi por fin el misterio: se creía inmortal.

Quería dejarme, se pensaba superior a mí en todo.
¡Y yo que la había guardado en la oscuridad, apilando rencores,
malgastando sus días al servicio de un semicadáver!
En secreto empezó a desearme la muerte. Y entonces
podría cubrirme la boca y los ojos, del todo cubrirme,
y llevar mi rostro pintado como funda de momia
con la faz faraónica, aunque fuera de barro y de agua.

Y yo no podía arrojarla de mí, me había apoyado
tanto tiempo que me he estado volviendo inmóvil,
habiendo olvidado la manera de andar o sentarme,
por eso cuidaba yo mucho de nunca ofenderla
o jactarme imprudente de mi cierta venganza.
Esta convivencia era igual que vivir con mi tumba:
yo dependía de ella, aunque muy contra mi voluntad.

Solía pensar que podríamos vivir muy bien juntas,
era una especie de matrimonio, estando tan cerca.
Pero ahora comprendo que éramos incompatibles, que ella
puede ser santa y yo fea e hirsuta, mas tarde o temprano
tales diferencias caerían inanes, pues yo recobraré mi fuerza
y un día podré vivir sin su apoyo. Entonces ella
perecerá en el vacío y comenzará a extrañarme. 
                                                                      Sylvia Plath 

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